Angélica siempre Angélica
Autor: Diego Ferrero
Eran las ocho y media de la noche y nosotros seguíamos trabajando, imaginando, haciendo lo que mejor sabemos: crear significado en cada producto que elaboramos.
Subimos escaleras, las bajamos, tomamos una copa de vino o un mate, siempre creando. Pero ese día el teléfono sonó a las ocho y media de la noche. Atendí; del otro lado me hablaban y trataba de identificar esa voz de tono bajo, pausada como sí en cada frase hubiese muchos años. De pronto la recordé ¡Angélica! ¿Cómo no reconocerla? Ella, ochenta y tantos, nos solía comprar Sazonador Italiano en una feria, pero esta cerró y nunca más la volvimos a ver. Había estado dos meses tratando de encontrarnos. Movió cielo y tierra. Las redes no son lo suyo. Pidió ayuda a su hija y nos encontró. La recuerdo. Una mujer encantadora, es la abuela tierna y dulce de las películas. Me gustaba cuando venía a comprar. Siempre sabía lo que quería y allí estaba ella del otro lado del la línea. ¡Los encontré! Me dijo contenta. A partir de ese día todos los meses hago el viaje hasta su casa para llevarle el pedido.
A fines de septiembre tuve que llevar su encargo y allá fui con mi KANGOO. Este era el último pedido del día y debía volver de Lanús en dirección hacia Adrogué. Mi GPS siempre se encapricha en llevarme por los mismos trayectos. Los conozco bien y sé que debo atravesar varias calles muy deterioradas con pozos enormes llenos de agua y en algunos lugares calles de tierra, de esas que hoy siguen habiendo en el gran Buenos Aires. Debía apurarme porque estaba a punto de llegar a una zona que bauticé como “los quinientos metros de miedo”. Cinco cuadras de puro pozo nada de asfalto. Los conocía muy bien con agua y sin ella. Siempre imaginé que en ellos vivían criaturas subterráneas, enormes gusanos monstruosos capaces de tragar a mi KANGOO. Ya los vi comerse una FORD 100 con todos sus ocupantes. Pero yo estaba preparado tenía mis armas, tenía mucho Sazonador Italiano ideal para combatirlos porque en su fórmula hay romero y además, mi KANGOO se hacía invisible. Solo había un problema podían detectarme por el ruido y esta no era silenciosa. Todavía estaba trabajando en un dispositivo que lo anule y ese día hacía mucho ruido. Llegué a los “quinientos metros de miedo” bajé la velocidad y me metí en el pozo. De pronto un mundo subterráneo apareció. Cientos de cubiertas desparramadas, chasis de autos viejos, cajones de manzana. Se ve que estos monstruos tenían mucha hambre. Activé la modalidad invisible y pude divisar un gusano enorme, tan grande como tres vagones de tren. Se abalanzó sobre mí, ya me había detectado. La KANGOO se sacudió de un lado a otro, pero pude pasar me faltaban tan solo ¡cuatrocientos metros! Una eternidad en este mundo bajo tierra. Pensaba tendría que diseñar un taladro y hacer un túnel y así recorrer el Gran Buenos Aires por debajo, pero no tuve tiempo de distraerme porque otro gusano territorial comenzó a atacarme. Por suerte pude arrojarle el Sazonador y ¡Safé! ¡Pasé! Vi un destello de luz que me indicaba la salida. Por fin salí a la superficie y pude retomar mi camino. Angélica estaba esperándome y no podía fallarle. A las seis de la tarde llegué. Toqué timbre y ella salió. Caminó despacio. Se paró a mitad de camino y me escudriño de arriba a abajo y como quien conoce todos los secretos, me miró a los ojos y me dio la respuesta a la pregunta no hecha. ¡Bien vale la pena tanto esfuerzo! ¿No? Sí, Angélica Sí. Su sonrisa bastó para darme el combustible de vuelta, y allá fui nuevamente con mi KANGOO invisible a luchar con esos enormes monstruos subterráneos, camino a casa.