Una de Pescadores

Pescar. Todos somos pescadores. Algunos pescamos resfríos, amores, tristezas, trabajo o angustias. Todos pescamos algo a lo largo de nuestra vida. Nacimos para pescar.

El hombre sentado junto a su perro, sobre la piedra húmeda por la espuma del mar al final de la escollera, solo piensa en su caña y en la línea que se hunde detrás de la rompiente, tal vez para olvidar un amor o para encontrarlo.

Pero esta es otra historia. Es un relato de pescadores que cada día desafían al mar, sin tiempo para pensar en otra cosa que no sea regresar. Ellos capitanean barcos de colores vistosos en busca de abadejos, merluzas, brótolas y róbalos. Saben que detrás de la línea del horizonte se encuentran los bancos de peces que traerán alivio a las arcas de cada uno de ellos. Antes de partir ya están soñando su vuelta porque alguien en casa los espera.

Esta es la historia de Julio Dos Reis, un portugués de sesenta años, marino de los mil mares, las cien tormentas y los tres naufragios, de pocas palabras, pensativo y siempre buscando. Se había embarcado de joven en un buque pesquero en su Portugal natal, en busca de aventuras, experiencia y del amor que nunca encontró. Esos mil mares y los vientos marinos hicieron mella en su piel, curtida por la sal y por el sol, mientras las mareas de la vida lo llevaron hasta los mares del sur. Quienes lo conocen en el puerto dicen que anda en busca del mayor cardumen de sardinas que haya existido. Nadie sabe la razón, sin embargo me animo a decir que tiene que ver con una vieja creencia familiar transferida de una generación a otra, en la que los hombres encontrarían el amor cuando ello ocurriera. Una triste manera de mantenerlos en el mar para hacer de la pesca su vida.

Las sardinas portuguesas se transformaron en sinónimo de esfuerzo, frustraciones y sacrificios. Ya agotado de tanta búsqueda Julio bajó los brazos y dejó de buscar. Un día de regreso a su casa decidió cambiar de recorrido. El  puerto había quedado a tan solo dos cuadras, cuando de repente delante de sus ojos apareció una pequeña casa blanca de porte antiguo, con ventas de madera pintada de color verde y celosías rojas. En el único balcón que daba a la calle había macetas coloridas con geranios y malvones colgantes. Llamaba la atención, era como un faro para todos aquellos que doblaran en la esquina, quien viniera en coche disminuiría la velocidad y quien lo hiciera caminando se detendría frente a la puerta de entrada.

Eso fue lo que le ocurrió a Julio dos Reis. Se detuvo y su corazón comenzó a palpitar cada vez más rápido. Sus pupilas se dilataron y la ansiedad se le notaba en el chasquido que hacía entre su dedo pulgar y el dedo mayor. La gran puerta de madera era enorme de color amarillo y decorada con cientos…no…miles de pequeñas sardinas de cerámica de colores atractivos.

Tomo coraje, golpeó la puerta y esta se abrió lentamente y allí apareció ella, una hermosa mujer de cabellos oscuros y sensuales arrugas en su rostro, sosteniendo en sus manos un pequeño almohadón, con forma de sardina a medio terminar. Ella lo miró a los ojos y finalmente se dieron cuenta de que se habían encontrado para siempre.

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